Augusto Frin - Pionero de Domínico - Juan Gimeno - 2006
El Viaje Increíble
Cuando se cumplieron tres años de la muerte de Augusto, el diario Noticias de Domínico publicó un artículo titulado “Don Augusto Simón Frin, pionero de Domínico”, en el que puede leerse: “A muy corta edad y llamado por su padrino, estanciero de la zona indígena del chaco santafesino, vivió toda su juventud con los indios, quienes adivinando su espíritu dotado de fuerzas superiores, le enseñaron todos los conocimientos fitotécnicos que luego empleara en hacer tanto bien y que hiciera trascender su nombre fuera de nuestras fronteras. Unido a estos conocimientos se desarrolla en él un fuerte poder parapsicológico, que utilizó como elemento de ayuda a todas las dolencias del ser humano, convirtiéndose en un permanente benefactor de todo aquel que lo necesitara” (1).
El viaje que inicia, en el comienzo de su pubertad, será sin duda el más importante de su vida. Pasará toda su juventud conviviendo con indígenas, y al radicarse en la ciudad de Santa Fe, después de cumplir los veinte años, ya habrán madurado en él los dos talentos por los que será reconocido: su gran conocimiento sobre el poder curativo de yuyos y plantas autóctonas, y una rara pero comprobable capacidad paranormal conocida como videncia, o clarividencia, que utilizará sobre todo para realizar diagnósticos médicos precisos.
La región denominada Gran Chaco tiene una extensión de 500.000 Km2; su límite sur es el río Salado, incluyendo el norte de la provincia de Santa Fe y las provincias de Chaco y Formosa en su totalidad. Esta fue, hasta fines del siglo XIX, una zona de grandes bosques y altos pastizales, donde habitaban, orgullosos y libres, distintos grupos aborígenes. Abipones, mocovíes, tobas y pilagas, entre otros, vivían de la recolección, de la caza y de la pesca.
Recién después de finalizada la guerra contra el Paraguay, a partir de 1870, el estado argentino pudo ocupar militarmente ese territorio. La llamada Conquista del Chaco culminó en 1884, con la campaña dirigida por el Ministro de Guerra y Marina del presidente Roca, el general Benjamín Victorica. Esta ofensiva, con las mismas características de avasallamiento de los derechos de los pueblos nativos ocurrida en la Patagonia, permitió la fundación de numerosas colonias, ocupadas casi en su totalidad por inmigrantes europeos.
Es difícil imaginar las motivaciones que levaron a un niño a internarse en aquel territorio lleno de peligros, sobre todo por su condición de hijo de europeos, en una geografía donde blancos y nativos seguían disputando cruelmente la tierra y los recursos naturales. Tampoco se sabe el itinerario ni los detalles del viaje, y ni siquiera se pudo confirmar la existencia de aquel padrino que lo mandara a llamar. Lo que se puede inferir es que Augusto, luego de reiteradas rencillas familiares, sólo o en compañía de algún amigo circunstancial, debió haber puesto rumbo al norte y recorrido alrededor de cuatrocientos kilómetros, distancia que lo separaba de la región menos explorada, donde los grupos aborígenes se refugiaban para tratar de mantener vivas sus costumbres y su cultura.
No se conoce la razón para que Augusto eligiera como destino final un lugar tan ajeno a sus costumbres. ¿Por qué no una ciudad grande y próspera, como era entonces Rosario, o la misma Buenos Aires? Incluso de haber viajado a la estancia de su padrino, ¿por qué no se quedó allí rodeado de comodidades? Durante su infancia en Paraná, debe haber tenido noticias de los logros de la medicina indígena utilizando plantas y hierbas de la zona, en una época donde la ciencia que se estudiaba en las universidades podía curar una cantidad muy limitada de enfermedades.
En el Gran Chaco, entre los miembros de la cultura toba, dice Orlando Sánchez (2), “la salud de la comunidad depende en gran parte de la asistencia de sus médicos naturales llamados Pio’oxonaq, cuya profesión viene de tiempo inmemorial (…). La mayoría de estos médicos naturales, además de ejercer la curación psicosomática, paralelamente utilizan las medicinas herborísticas, según la complejidad del caso; o de tipo natural con hierbas que tienen virtudes curativas…”. Por supuesto que estos conocimientos eran considerados secretos, y los Pio’oxonaq sólo los transmitían a personas que cumplieran con exigentes ritos de iniciación o que demostraran virtudes o capacidades especiales. Con esta información, Augusto debió apostar a lo que sería su gran objetivo: viajar hasta encontrar una comunidad aborigen, vivir como uno más entre ellos, ganarse su confianza y lograr que le enseñaran aquellos conocimientos esotéricos.
Pero ¿qué virtudes o capacidades especiales podía ofrecer para ser aceptado entre los elegidos de aquel pueblo? Más allá de su decisión y su fortaleza para llevar a buen fin cualquier tarea difícil, poco tenía para mostrar aquel “gringo” de corta edad, ignorante de la religión y del idioma del lugar, ni siquiera capacitado para sobrevivir en un medio tan ajeno al hogar que dejaba atrás.
¿Por qué fue aceptado entonces? Lo que valoraron en él debió ser algo extraordinario, algún don que muy pocos poseían. Aquí es donde se hace necesario hablar sobre su clarividencia, una capacidad que aparece en forma excepcional entre los seres humanos, que es innata y que suele comenzar a manifestarse a partir de la pubertad. Un clarividente, o vidente, como se lo llama popularmente, es alguien que percibe más allá de los cinco sentidos clásicos, capaz de conocer aspectos del pasado, presente o futuro de una persona con sólo tenerla delante, tener delante algún objeto de su pertenencia o en algunos casos con sólo conocer su nombre y apellido. Augusto Frin tenía esa capacidad, por la que fue admirado siempre, y de la que más adelante se presentarán pruebas.
Esta clarividencia era considerada, igual que en la mayoría de los pueblos de todas las épocas, como un signo de superioridad. Volviendo al texto de Orlando Sánchez, podemos leer que “el saber de los médicos naturales no es adquirido intelectualmente, sino desarrollado instintivamente a partir de sus dotes (…) también entre ellos aparecen personas llamadas Oiquiaxai, con poderes excepcionales”, entendiendo por “poderes excepcionales” a la clarividencia. Más adelante se aclara que “el origen de este poder es un ser espiritual quien le ha de asistir durante el ejercicio de su profesión, al modo de un ‘espíritu compañero’, Nnatac, hasta su muerte. Este ser espiritual es el encargado de suministrar todas las informaciones relacionadas al origen y las causas de las enfermedades y el desajuste del comportamiento humano”. No hay duda que al menos entre los tobas, esa capacidad que mostraba Augusto debió ser carta de presentación suficiente para poder vivir en esa comunidad y gozar de la confianza de los elegidos.
Es interesante aclarar que la moderna parapsicología considera a la clarividencia como una capacidad, si bien difícil de hallar, natural en el hombre, igual que la inteligencia, la memoria o el talento artístico. Por lo tanto no sería necesario apelar a causas externas para su explicación, como sería la supuesta comunicación con espíritus aceptada en la cultura toba.
Con la información expuesta hasta ahora, es posible conjeturar de una manera razonable, aunque sujeta a la confirmación de futuras investigaciones, que Augusto, luego de la partida de su hogar, logró integrarse a una comunidad aborigen, donde pasó su juventud aprendiendo los secretos de la herboristería indígena y desarrollando su capacidad de clarividencia, orientada, sobre todo, al diagnóstico de enfermedades.
El siguiente dato corroborable lo ubica en la ciudad de Santa Fe, donde se casa con Segunda Galván, y en 1907 nace su primer hijo, Bernardo Sabá Frin, que es bautizado en la catedral de Santa Fe. Estos datos pudieron documentarse a partir de la aparición del acta de casamiento de Bernardo Sabá, en el libro de casamientos de la parroquia San Lorenzo Mártir, de la localidad de Navarro de la provincia de Buenos Aires.
La llegada a la ciudad de Santa Fe estuvo precedida de ribetes quijotescos. Después de varios años de vivir en armonía dentro de la comunidad indígena, comenzó a producirse una rivalidad con el cacique principal. Las capacidades parapsicológicas de Augusto le habían permitido lograr una importante ascendencia sobre el grupo, y el liderazgo del cacique comenzaba a ponerse en duda. Cuando la disputa llegó a ser irreconciliable, su rival ideó una estrategia para matarlo. Aunque para suerte de Augusto, algunos amigos fieles descubrieron el plan y lo ayudaron a escapar. Casi sin dinero, con apenas un poco de ropa, algunos enseres juntados de apuro y un burro por único vehículo, pudo salvar su vida. Junto a Segunda, su compañera de los últimos tiempos, ya sobre la ruta de tierra, eligió poner rumbo hacia el Sur.
La ciudad de Santa Fe contaba entonces con 25.000 habitantes. Allí decidió radicarse por un tiempo. No se sabe si en esos años, del otro lado del río, en la ciudad de Paraná, seguían viviendo sus padres y su hermana. Es posible que haya realizado alguna visita para saber de su suerte; pero la decisión de no radicarse allí seguramente tuvo que ver con aquellas viejas diferencias que lo habían obligado a partir diez años antes, y que aún persistían.
Augusto trabajó como talabartero en Santa Fe, y a medida que se hacía conocido, se fue atreviendo como diagnosticador y yuyero. Solía contar que allí realizó el primer diagnóstico empleando su videncia, y la correspondiente prescripción de yerbas medicinales, de acuerdo a lo aprendido entre los indígenas. El nombre del paciente se perdió, pero se sabe que fue nada menos que el hijo del Jefe de Policía de la ciudad.