Augusto Frin - Pionero de Domínico - Juan Gimeno - 2006
Introducción
¿Por qué una biografía de Augusto Frin?
Esta pregunta no tendría sentido si sólo se resaltaran los aspectos de su vida que fueron comunes con millones de argentinos. Aparecería naciendo a fines del siglo XIX, hijo de inmigrantes europeos, en una provincia donde en pocas décadas los “gringos” superarían en número a los nativos.
Durante la presidencia de Julio Argentino Roca (1880-1886), la clase dirigente, luego recordada como “la generación del 80”, terminaría de aceptar un esquema de país exportador de alimentos e importador de bienes de capital, que los poderosos de la tierra le habían asignado, para lo cual era necesario una política agresiva de inmigración.
Del otro lado del mar, sobre todo a partir de 1870, la política europea se caracterizó por la abundancia de conflictos, recelos y diferendos internacionales: las naciones se preparaban para la guerra, convencidas de que la seguridad nacional sólo podía mantenerse por medio de las armas.
Ese desequilibrio entre la promesa de un desarrollo permanente y la inminencia de un conflicto armado continental, es el que llenó los barcos que llegaban a América, el mismo que hizo nacer a Augusto aquí, como parte de la primera generación del nuevo país.
Después, con el siglo XX, Augusto llegó a la gran ciudad, acompañado de nuevas oleadas de inmigrantes, pero también con sus paisanos del interior, que vieron en la industrialización naciente y pujante de Buenos Aires (a la que Avellaneda quedaría unida por natural cercanía) posibilidades de crecimiento más rápido y seguro. Comprarían hasta el último lote de tierra urbanizada, trabajarían en fábricas y comercios recién abiertos, construirían sus casas y luego creerían en el sueño de un peronismo que les prometía la justicia social que nadie se había atrevido a ofrecer.
Ni siquiera la fortuna que Augusto consiguió en poco tiempo sería buen argumento para poner la mirada sobre su historia. La gran movilidad social del momento, con profundas diferencias a la hora de repartir el fruto del trabajo, sumado al alto valor agregado de las yerbas medicinales que producía su laboratorio, lo llevó casi obligadamente a integrar una burguesía que recién comenzaba a formarse.
Las verdaderas causas para escribir la biografía de Augusto Frin se deben buscar en sus particularidades. La más importante fue su extraña capacidad paranormal que le permitía ver lo que nadie podía ver, conocer hechos futuros antes de que ocurrieran, o aspectos del pasado sin recurrir a ninguna fuente de información. Simplemente aparecían en su mente, como aparecen los recuerdos o las ideas. También podía conocer detalles de los objetos que no eran visibles para el común de las personas, capacidad que direccionó hacia la realización de diagnósticos casi instantáneos, con la sola condición de conocer el nombre y apellido del enfermo.
Por esta capacidad fue admirado en todo el país, y delante de su casa se juntaban cientos de personas cada día para consultarlo. ¿Vidente? ¿Estafador? ¿Santo? ¿Megalómano? Los testimonios de quienes lo conocieron son suficientemente coincidentes y concordantes como para aceptar que esa capacidad era verdadera. Algunas experiencias llevadas adelante por un calificado hombre de ciencia que lo conoció llegaron a la misma conclusión, y serán presentadas en el texto.
Esta afirmación va a contramano del paradigma científico actual, que niega rotundamente este tipo de manifestaciones, y las explica como errores de observación, casualidades o engaños deliberados. A pesar de todo, siempre han existido personas como Augusto, y también hombres de ciencia valientes dispuestos a estudiarlos, aunque fueran ignorados por el resto de sus colegas. En la Argentina, los primeros esfuerzos en ese sentido se dieron con la fundación en 1946 de la Asociación Médica de Metapsíquica Argentina, integrada exclusivamente por médicos; y en 1953 (1) la creación del Instituto Argentino de Parapsicología, cuyos miembros debían cumplir como primera condición ser estudiantes o graduados universitarios.
Lamentablemente, sobre todo a partir de 1983, se incrementó la cantidad de charlatanes y de institutos presididos por personas inescrupulosas, que simulan producir fenómenos similares a los que producía Augusto, para lucrar con la credulidad de los necesitados.
De la misma forma que nadie en su sano juicio destruye el dinero auténtico al enterarse que existe el falsificado, tampoco se debe cometer el error de considerar a Augusto un farsante nada más que porque se conocen otros farsantes. La verdadera actitud es la de desenmascarar a los simuladores y denunciarlos ante la justicia, y luego estudiar a los auténticos para poder comprender en dónde radica el origen de una capacidad tan escurridiza e inhabitual. Este talento, de por sí asombroso, era especialmente valorado en una época donde los métodos de diagnóstico se limitaban al uso del estetoscopio y a las radiografías de rayos X, sin contar que muchas veces los médicos debían abrir un abdomen sólo para estar seguros del tratamiento a seguir.
Otro de los motivos por los que se evoca a Augusto, es por la eficacia de las yerbas medicinales que preparaba y vendía, que prescribía como complemento de sus diagnósticos. Su saber sobre herboristería fue aprendido conviviendo durante toda su adolescencia con los aborígenes del Gran Chaco. En 1907, cuando comienza a comercializar sus yerbas, el estado de la farmacopea era muy distinto del actual. No se conocía la penicilina, que recién fue utilizada en seres humanos en 1940; tampoco ningún antibiótico, ya que el primero fue la tirotricina, aislada en ciertas bacterias del suelo por el bacteriólogo René Dubos en 1939; o la estreptomicina, descubierta en 1944, eficaz para combatir muchas enfermedades infecciosas, entre las que se incluía la tuberculosis. Ante tantas limitaciones, no es extraño que sus yerbas hayan tenido un rápido éxito comercial, ya que llegaban no para competir, sino para ocupar un lugar vacío en el tratamiento de las enfermedades.
Por último, se lo recuerda por su bondad y su desprendimiento a la hora de ayudar a los que menos tenían, y por su compromiso con instituciones de base, las que fundó o con las que colaboró permanentemente. Fue un hombre que la fortuna no lo alejó de su barrio ni de sus vecinos. Destinaba una parte significativa de sus ingresos para obras de solidaridad, con la sencillez con que el hombre de campo tiende la mesa a cualquiera que golpee su puerta. Dio siempre a quien le pidió, sin necesidad de crear una Fundación para poder deducir las donaciones de sus impuestos.
A pesar de una vida tan activa, Augusto no dejó prácticamente documentos escritos. Es así que este trabajo está sobre todo basado en entrevistas a familiares y vecinos que lo conocieron. Los testimonios de quienes presenciaron sus videncias y curaciones están volcados en el capítulo Vida Cotidiana y Prodigios, algo más literario que el resto, pero que está basado en declaraciones rigurosamente certificadas.
(1) Musso, J. Ricardo. En los Límites de la Psicología. 2ª Edición. Ed. Paidos. Buenos Aires. 1965. (Pag. 38-39).