Memorias de un hombre mediocre. Cosme Mariño - 2010 (1918) - Parapsicología de Investigación

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Memorias de un hombre mediocre. Cosme Mariño - 2010 (1918)


Capítulo VII: Una nueva orientación de mi espíritu (fragmento)

Hasta el año 1877, yo era, como antes he dicho, uno de los tantos seres indiferentes en materia religiosa. No era ni ateo ni materialista, pero tampoco había podido encontrar el vínculo de unión que existe entre el Creador y sus criaturas, ni me podía explicar el mundo en sí mismo, ni en la evolución o tránsito de los hombres por él.

Y si no llegaba a las conclusiones de Shopenhauer y su escuela, se debía porque mi espíritu era esencialmente optimista y tenía la convicción, fundada sin duda en su intuición poderosa, que existía en mi conciencia subliminal, que el Universo era una obra maestra, de una profunda sabiduría y el hombre era otra obra maestra e inmortal, fruto de un amor infinito; yo no podía dar las explicaciones necesarias de esta convicción, pero más difícil me hubiera sido creer lo contrario.

Tenía la virtud de los hombres de fe que confían siempre en un porvenir encargado de rasgar el velo que cubre el misterio que por todas partes nos rodea y preocupa, y la humildad suficiente para no pretender saberlo todo y estar dotado de toda sabiduría para explicarme la razón de la existencia de las cosas y el conocimiento exacto de las leyes que rigen a la estupenda creación.

En este estado de ánimo llegó a mis oídos por vez primera la palabra espiritismo y cometí la necedad que cometen casi todos los hombres que juzgan las doctrinas o los descubrimientos que no se concilian con las suyas propias, de rechazarla con cierta sonrisa irónica, de esas sonrisitas que después me han dejado perplejo y turbado cuando los hombres hacían lo mismo que yo había hecho antes: me la devolvían como única respuesta de lo que yo creía ser una verdad clara, evidente, científicamente demostrada.

Yo no podía creer en el espiritismo porque me había imaginado siempre que el puente lanzado entre este mundo y el desconocido, donde van nuestras almas después de la muerte corporal, era una de las tantas patrañas excéntricas inventadas por los americanos, como el mormonísmo.

Para mí todo esto era la exteriorización de deseos de popularidad y de extravagancia; un prurito de inventiva que, traspasando ya la de las cosas materiales, querían osadamente internarse en el campo de lo misterioso e invisible, poniendo de nuevo en juego las hechicerías, brujerías, etc., para dar satisfacciones a la vanidad y amor propio, siempre prontas a desconocer que existía un límite, que al hombre no le era permitido franquear.

Así que cuando los diarios publicaban noticias del espiritismo, las pasaba por alto después de leído el título de la información, obstinándome en no perder mi tiempo en semejantes lecturas. Pero en 1877, un amigo, el doctor David S. Fernández, que la víspera había llegado de esta capital, me habló con mucho entusiasmo de unas experiencias a que él había asistido en casa de don Mariano Reynal.

Después de oírlo, una especia de corriente eléctrica recorrió todo mi cuerpo y algo temeroso de que pudiera ser cierto de que las almas de los muertos pudieran comunicarse con los vivos, le dije: Soy como Santo Tomás; tengo primero que meter yo el dedo en la llaga para creer. Por lo demás muy bien puede ser todo eso que ha visto, supercherías o engaños de que ha podido ser víctima; puede también que sea magnetismo, porque he leído algo sobre esto y se cuentan cosas maravillosas al respecto.

El doctor Fernández protestó de que en lo que había visto no cabía engaño, agregando que si bien no creía en los espíritus, sin embargo los fenómenos que había presenciado eran curiosos y dignos de observación, y añadió: Anoche mismo hablé sobre esto con Pedro Bourel (el abogado de este hombre) y resulta que conoce el espiritismo y nos hemos dado cita esta noche a fin de hacer algunas experiencias con una mesa trípode. Si usted quiere venir queda invitado.

Acepté la invitación y salí de su casa muy maravillado de que un joven inteligente y despreocupado como el doctor Fernández tomase interés por estas cosas que, para mí, no tenían ninguna explicación racional, pero a pesar de mi oposición e incredulidad, estaba resuelto a examinar personalmente los hechos si la ocasión se presentaba.

En esa noche se hallaban puntuales a la cita el doctor Pedro P. Belderraín, el doctor Justo P. Ortiz, Juez de primera Instancia en Dolores, el señor Alejandro Villabrille, secretario, el señor Enrique Becher, el doctor Pedro Bourel, el señor Felipe Aristegui y yo.

Pusimos las manos en un velador en cuya superficie se había fijado un abecedario. Fraccionadas las letras en tres agrupaciones, correspondiendo cada una de ellas a las patas de la mesa, teniendo debajo de cada letra el número de orden.

Esta no tardó en moverse y dio algunos nombres de personas que habían fallecido, pero lo más notable que dijo fue que el hermano del señor Villabrille, Gobernador entonces de Filipinas, había estado gravemente enfermo, que don Alejandro recibiría una carta dentro de pocos días en este sentido, pero que no se preocupara de ello pues ya estaba fuera de peligro.

A los tres o cuatro días después, el señor Villabrille nos mostró la carta anunciada en la que le participaban el estado desesperante de su hermano. Algunos días después recibió otra en la que se le decía que el peligro había pasado y que se hallaba el enfermo bastante mejor.

Esta fue la prueba más concluyente de esa noche, aparte de la pregunta mental que hice de lo que significaba el espiritismo, que fue contestada por escrito y en varias carillas de papel por el doctor Bourel, que se manifestó como médium escribiente.

A los pocos días fue a Dolores el ingeniero Rafael Hernández llamado por mí para hacer la mesura de un campo en una testamentaría que estaba arreglando. Fue grande mi asombro cuando conversando sobre diferentes tópicos me preguntó si conocía el espiritismo. Le dije lo que sabía al respecto y él entonces se mostró convencido y un médium; inmediatamente lo presenté a los amigos ya mencionados y tuvimos una sesión bajo la dirección de Hernández que nos indicó la forma en que debían hacerse las evocaciones y las tenidas, resultando que estas prácticas descubrieron un médium potente: el señor Felipe Aristegui.

Con estas instrucciones y descubrimientos nos propusimos formar una sociedad para llegar a conclusiones definidas sobre estos hechos anormales que nos tenían bastante preocupados.

Fundamos la sociedad siendo yo nombrado Presidente. Nuestros estudios, prácticos sobre todo en la mesa, nos dieron resultados muy satisfactorios, no tanto por la importancia en sí de los fenómenos observados cuando ellos venían día a día a resolver las dudas que teníamos acerca de su naturaleza, destruyendo a la vez de manera clara y persuasiva, todas las teorías que inventábamos para explicarlos sin necesidad de recurrir a la hipótesis espiritualista.

Voy pues a referir alguno de los más importantes de ellos. Nosotros no creíamos en esta teoría de la intervención de los espíritus, pero los hechos eran demasiado evidentes y concordantes con esa explicación para descartarla en absoluto; sin embargo el sistema del reflejo del pensamiento de los asistentes, como causa de ellos, era la más generalizada entre nosotros.

De esta explicación participaba el doctor Juan G. Lecot, a la sazón Asesor Letrado del Departamento del Sur, en Dolores. Sabía el doctor Lecot que las personas que ya he nombrado nos reuníamos los jueves de cada semana en la casa de con Mariano Artayeta, para estudiar estas interesantes cuestiones y se propuso convencernos de que todo cuanto veíamos no tenía otra causa que el reflejo del pensamiento de los presentes, producido de una manera inconciente.

Acepté el ofrecimiento del doctor Lecot a nombre también de mis compañeros, muy satisfecho de estudiar el asunto bajo una nueva faz. El doctor Lecot se presentó el jueves inmediato, previo acuerdo, en casa de don Mariano Artayeta, donde lo esperábamos el núcleo de estudiosos ya nombrado, don Juvenal y Clemente Rico y otras personas cuyo nombre no recuerdo.

Ante todo nos advirtió que nosotros teníamos que dejarlo obrar libremente y después hacer lo que él nos iría indicando. Entró en la salita donde había dos mesitas trípode con sus respectivos abecedarios y pidió que lo dejásemos solo; se encerró en ella, mientras que nosotros aguardábamos en la pieza contigua.

Después de un largo cuarto de hora nos llamó. Al penetrar en el aposento notamos que había cubierto uno de los trípodes con una carpeta de mesa. El doctor Lecot estaba en posesión del otro trípode y de una clave sacada en papel blanco, que él había escrito, según después tuvimos ocasión de saberlo.

También nos cercioramos a posteriori de los hechos que vamos a narrar, que había marcado con tiza cada una de las patas de la mesa que estaba recubierta con la carpeta. Demás está repetir que nosotros ignorábamos por completo el pensamiento de Lecot, ni nos fue revelado su secreto, sino como ya he dicho, después de la experiencia.

Siéntense en derredor de la mesa cubierta, nos dijo: y nos sentamos cuatro de los que acostumbrábamos a hacerlo siempre. Hicimos lo que nos indicó. Ahora, agregó el doctor Lecot, coloquen ustedes las manos encima, como acostumbran y pónganse de acuerdo para no tener sino un solo pensamiento. Propuse yo entonces que todos pensáramos intensamente que el espiritismo era un absurdo.

Empezó en seguida la prueba y no pasaron muchos minutos cuando la mesa empezó a dar señales de vida. El mueble se movía con rapidez a la par que nosotros no teníamos otra preocupación que la de seguir pensando sin interrupción en lo que habíamos convenido.

A cada movimiento de la mesa el doctor Lecot se agachaba para mirar cual era la pata que se movía y como él las había numerado, fácil le era deducir la letra que marcaba el trípode por el número de golpes que daba en cada caso, supuesto que en el papel había sacado un facsímil del abecedario que no estaba a nuestra vista porque lo había cubierto con la carpeta.

Después que la mesa hizo la señal de costumbre de que había concluido, el doctor Lecot que había apuntado en el papel letra por letra, las separó para poder leer el resultado y con asombro de todos leyó lo siguiente: ¡Creed, incrédulo!

Esta experiencia que nosotros no habíamos ideado, sino un refractario a la teoría espírita, nos dio mayores bríos para seguir nuestras observaciones, pero no como convencidos y sin descartar la posibilidad del reflejo del pensamiento, que no lo creíamos del todo infundada, dado que, algunas de nuestras experiencias, podrían interpretarse por esta teoría. En adelante pedíamos a la mesa experiencias en las que no resultara la posibilidad de que las contestaciones fueran dadas inconscientemente por los presentes.

Obtuvimos dos experiencias muy notables de acuerdo con nuestros deseos. En una entraba como protagonista un señor Jaime Mayolas, catalán, que tenía panadería en Dolores, cuya madre, ya fallecida en Barcelona, se había acercado a la mesa para pedirnos que interpusiéramos nuestra influencia para que dicho Mayolas se reconciliara con su padre.

En una serie de sesiones y de entrevistas que tuve yo personalmente con Mayolas, de quién era cliente, quedaron evidenciados, no sólo el nombre que la fuerza invisible había dado como de la madre de Mayolas, su fallecimiento en España, las causas del disgusto del padre con el hijo que también la mesa nos había revelado y que eran cosas que nosotros no teníamos motivo para saber, sobre todo tratándose de causas muy íntimas y de un carácter muy delicado, sino también que, como lo aseguraba la mesa, el padre de Mayolas no se encontraba en Barcelona como su hijo aseguraba, sino en Buenos Aires.

Para asegurarme si era la mesa o Mayolas hijo el que decía la verdad, pregunté en una sesión a la que aparecía con el nombre de la madre del fallecido, cuál era el domicilio de su esposo, la que me contestó en el acto: calle Alsina 484 (numeración antigua).

Me vine al día siguiente a esta Capital.

Al llegar a aquella casa, ver una panadería abierta y un hombre alto, enjuto, de barba canosa, de pie, detrás del mostrador, y sin tener tiempo para meditar lo que debía decirle, la misma turbación me precipitó al mostrador y encarándome resueltamente con aquel señor, le pregunte: ¿Don Jaime Mayolas? Servidor de usted, me contestó con una voz grave y seca. Como no se me ocurría como abordarlo y habían transcurrido unos segundos, agregó el señor Mayolas: ¿Que se le ofrece a usted?

Señor, le dije; usted tiene un hijo en Dolores… El señor Mayolas me interrumpió bruscamente: Así será. Después de otro pequeño intervalo, viendo que la situación se me hacía cada vez más embarazosa, agregué: Yo venía a ver a usted por si se le ocurría algo para su hijo, a lo que contestó seco y terminante: ¡No señor, nada se me ofrece; usted lo pase bien…!

El otro caso notable que igualmente descartaba el reflejo del pensamiento, la sugestión y lo que ahora se llama el inconsciente, fue el de la presentación al trípode de un espíritu que dijo llamarse en vida Luis Balde.

Ninguno de los presentes lo había conocido en vida; a pesar de haber manifestado que era hermano de Antonio Balde, encendedor de faroles. Dijo que no había estado jamás en Dolores, que había fallecido en Morón, de tisis pulmonar el 15 de junio de 1875 y que deseaba que citásemos a su hermano a una sesión, para comunicarse con él.

Yo personalmente busqué el domicilio del farolero, pues nadie de los presentes lo conocía por el nombre y al hallarlo le manifesté los deseos de la mesa y de su hermano, excepto el de la fecha de la defunción y agregó que él no creía que fuera su hermano el que se aparecía, sino el demonio.

Como se mostrara reacio a asistir a la cita por escrúpulos de conciencia, le dije que si no era más que eso, viera al canónigo Duteil cura de Dolores y le pidiera permiso, y en caso de que se lo concediera, fuera el jueves próximo a la sesión de la casa de Artayeta.

Ignoro si le fue dado o negado el permiso por el canónigo Duteil, pues nada le pregunté al respecto, pero el hecho es que fue puntual a la cita, poniéndose en observación a una regular distancia del lugar en que estábamos nosotros sentados en derredor de la mesa.

Después de una comunicación sin mayor importancia, la mesa indicó las letras del nombre: Luis Baldi. Le pedimos a Antonio que se acercara y éste entonces le hizo una serie de preguntas de carácter íntimo, y de hechos pasados en Italia cuando eran niños, tendientes sin duda, a descubrir la identidad del que se decía Luis Balde.

Según Antonio nos manifestó, la mesa había contestado con acierto a sus preguntas, pero en lo único que se había equivocado era en el día de su muerte, pues él estaba segurísimo que falleció el 16 y no el 15 de junio.

Pregunté yo a la mesa si se ratificaba en cuanto a la fecha de la muerte de Luis Baldi a lo que me contestó: me ratifico por tercera vez en mi afirmación. He fallecido el 15 no el 16 de junio. Después de terminada la sesión y siguiendo la costumbre de no dejar sin esclarecer cualquier punto dudoso, le dijimos a Antonio que escribiera a su cuñada preguntándole la fecha exacta del fallecimiento de su esposo.

A los diez o doce días don Antonio Balde se presentó en casa trayéndome la contestación que había recibido de Morón. En la carta decía su cuñado que el día del fallecimiento de Luis fue el 15 y no el 16 de junio, pero que indudablemente las dudas de Antonio provenían porque habría visto en el cementerio la lápida en la que expresaba la fecha del 16. Esto había sido una equivocación del grabador.

Don Antonio agregó que efectivamente él había ido a Morón unos días después del fallecimiento de su hermano y su insistencia en asegurar la fecha del 16 era porque había visto escrito esta fecha en la lápida como el día de su desencarnación.

Después de narrados estos hechos, dejo al recto criterio del lector si en los casos descriptos, así como de innumerables que podríamos citar de esta naturaleza, debidos a nuestra observación, sería posible admitir como causa de ellos el reflejo del pensamiento de los presentes.

Alentados por estos resultados nos propusimos entonces estudiar la doctrina espiritista, que casi todos nosotros ignorábamos. Como medida previa, varios de los observadores nos dimos cita para venir a esta Capital y asistir a alguna sesión de la Sociedad Constancia, con el objeto también de cambiar ideas con el Ingeniero Hernández que era miembro de dicha sociedad y otras personas mejor preparadas que nosotros en esta materia.

Fuimos bien recibidos en esta sociedad en el año 1878 y desde ese instante, siguiendo los consejos de su Presidente y fundador el profesor Ángel Scarnichia, nos propusimos estudiar las obras fundamentales de Allan Kardec.
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